Cada
partido era una gran final. Era un sueño cotidiano hecho realidad.
El despertar antes del astro rey en las vacaciones era un ritual, el
frío y la humedad de la lluvia de la noche anterior eran unos
compañeros más.
El
ser estrella no interesaba, solo importaba recibir del barrio, de la
cuadra, el reconocimiento, la sonrisa de que le gustaba lo que se
hacía con la pelota.
Han
pasado mucho años, pero, sin duda que he jugado muchas finales,
muchos partidos históricos, varios compromisos del siglo.
Cuando
el tiempo no existía, cuando el manto oscuro de la noche ponía fin
“al choque de trenes”, o quizás cuando la “vieja” de alguno
de nosotros daba los tres pitidos finales imaginarios, de que todo
tiene un final y todos corríamos espantados, cual ratones a sus
madrigueras.
En
esa época se jugaba el fútbol en estado puro, sin contaminación
alguna.
Ese
fútbol lejos de ser empresa, de ser industria. Se jugaba cuando
éramos niños. Esos grandiosos escenarios, que han marcado en
nuestra historia personal, muchos más importantes que el Maracaná o
el Camp Nou: la calle, el canchón, el lote vacío, la chacra sin
sembrar, el rústico patio de la escuelita fiscal, ahí era la
verdadera fiesta del balón.
Cuando
el formar los equipos era todo un ritual, donde los códigos se
respetaban; cuando los capitanes uno a uno escogían su gente, y
rigurosamente esperábamos ser llamados a integrar algún equipo y
que nos divertiríamos defendiéndolo a morir.
Cuando
los arcos eran un montón de piedritas apiladas o dos piedras
grandes, cuando era difícil soñar con un árbitro, en todo caso las
decisiones eran consensuadas, reclamadas de forma alterada, sí, pero
respetadas y acatadas.
Cuando
los fuera de juego no existían. Cuando hacíamos un gol, lo
hacíamos todos. No existía el héroe del partido. No había
número en la espalda, el 1, 9, 10 no contaba.
En
aquel entonces el fútbol era químicamente puro. Hoy, ese canchón,
ese parque, luce bonito, verde, limpio, pero ha perdido libertad,
está enrejado cual gueto de la modernidad. Y los niños usan
vistosas armaduras de colores con marcas rimbombantes. El fútbol se
contaminó.
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